sábado, 27 de noviembre de 2010

Vitoria-Gasteiz

Retomo los recuerdos de este verano y, si hace unas semanas hablé de Bilbao, esta vez le toca a Vitoria.
Fuimos justo después de la Semana Grande, por lo que la ciudad estaba extremadamente tranquila (cosa que agredecimos, por supuesto). Sólo hicimos allí una noche, pero fue suficiente para ver, al menos, la parte histórica de la ciudad: sus calles, plazas, la Catedral de Santa María, (donde, por cierto, puede verse una estatua de Ken Follet admirándola), múltiples iglesias y palacios...
No prentendo ser demasiado exhaustiva con lo que vi, entre otras cosas porque ahora mismo debería hacer un esfuerzo tremendo por recordar los nombres, así que estas son algunas de las cosas que me llamaron la atención:
1. Las escaleras mecánicas que unen la parte alta de la ciudad con la baja, en el Cantón de la Soledad.
2. La plaza de la Virgen Blanca.
3. Las esculturas (entre ellas un cocodrilo cuyas patas son pies humanos) en los jardines de la Catedral Nueva.
4. ¿Cómo olvidarlos? Los pintxos, por supuesto!






Detalles de la Catedral Nueva:

domingo, 21 de noviembre de 2010

Me aburre toda esta historia que se monta cada vez que hay un Barça-Madrid. Tanto, tantísimo, que cuando llega el día señalado no me apetece nada ver el partido. ¿Realmente merece la pena perder esos 90 minutos, más los días (o semanas) previos y posteriores? Tengo la sensación de que cualquier partido es más interesante que "el clásico". Y no es porque sea del Barça y viva en Madrid, sino por esta ceremonia mediática que lo único que hace es caldear los ánimos en uno y otro bando dejando de lado lo más importante: el placer de disfrutar con el fútbol simplemente por eso, porque es fútbol.

Este verano leí el libro de Eduardo Galeano, El fútbol a sol y sombra. Es una reflexión sobre la industria del fútbol, además de un recorrido por la historia de este deporte. Aquí os dejo un fragmento, por si os interesa leerlo:

EL HINCHA

Una vez por semana, el hincha huye de su casa y acude al estadio. Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores, llueven las serpentinas y el papel picado: la ciudad desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exhibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles batiéndose a duelo contra los demonios de turno.
Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, Glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias, maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una ovación y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos los rivales son tramposos.
Rara vez el hincha dice: “Hoy juega mi club”. Más bien dice: “Hoy jugamos nosotros”. Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música.
Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna, celebra su victoria, qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos, o llora su derrota, otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y entonces el sol se va y el hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía. En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego fugaz, mientras se van apagando las luces y las voces. Es estadio se queda solo y también el hincha regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros: el hincha se aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es melancólico como un miércoles de ceniza después de la muerte del carnaval.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Leyendo la naturaleza

Hay veces en las que, no se sabe por qué, descubres que durante una temporada has leído varios libros con una temática parecida. Eso es lo que me ha pasado a mí estas últimas semanas: en mi bagaje literario ha irrumpido la naturaleza.


Todo empezó con Un viejo que leía novelas de amor, del chileno Luis Sepúlveda. (Si no lo conocéis, es altamente recomendable). Una novela corta donde se nos presenta la lucha del hombre frente al ¿salvaje? mundo animal. El protagonista, un anciano llamado Antonio José Bolivar Proaño, deberá enfrentarse a un tigre que está sembrando el pánico en el pueblo. ¿Dónde está realmente la "humanidad"? ¿En la tigrilla que se venga por la muerte de sus cachorros a manos de los cazadores o en los hombres que se creen amos y señores de la naturaleza?
Uno de los libros que más me ha emocionado, sin duda.

Movida por el deseo repentino de conocer más obras de este autor, cogí en la biblioteca otra de sus novelas cortas: "Mundo del fin del mundo". Está ambientada en la Tierra de Fuego y habla sobre las ballenas y la lucha por salvarlas de los cazadores furtivos. Aunque no tiene la calidad de la anterior, se dejó leer.

Después le tocó el turno a "La llamada de lo salvaje", de Jack London. En principio, no me hacía mucha ilusión leerlo, pero es uno de los libros que pusimos en el Departamento como lectura obligatoria para los alumnos de 2º de ESO y era cuestión de cumplir con la obligación. Nunca pensé que pudiera llegar a engancharme y me equivoqué, como tantas otras veces.

Es la historia de Buck, un perro que es un cruce entre un san bernardo y un collie que debe volver a comportarse como hiceron sus antepasados tras haberse acostumbrado, generación tras generación, a vivir acomodadamente entre los humanos. Un alegato a favor del instinto, que siempre está ahí, aunque pueda parecer que se ha perdido.

Y ahora he empezado a leer "Un zoológico en mi azotea", de Gerald Durrell. Por ahora me está gustando bastante. Es original y sencillo de leer.

¿Será el último libro que lea, por ahora, donde los animales y la naturaleza en general sean uno de sus personajes más importantes? Eso nunca se sabe.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Bilbao


Este verano estuve unos días recorriendo las tres ciudades del País Vasco. La única que ya conocía era San Sebastián, pero Vitoria y Bilbao estaban en tareas pendientes. Ahora ya entran en la lista de "tareas cumplidas".
Siempre había tenido la idea (y no logro recordar por qué) de que Bilbao era una ciudad "fea". Por eso, cuando preparé el itinerario del viaje, decidí que no pernoctaríamos allí y que simplemente la veríamos de paso. ¡Qué equivocada estaba! ¡Qué metedura de pata! Me prometí que tengo que volver para poder disfrutar la ciudad como se merece.
Así que, con el poco tiempo que había dispuesto, sólo pudimos ver los alrededores del Guggenheim. (No pudimos ver el casco viejo, lástima...).
El edificio me encantó: diferente, innovador... La primera imagen que tuve de él fue desde el coche; al dar una curva, miré y allí estaba: brillando con los rayos del sol (por cierto: vaya día más caluroso y soleado que tuvimos!)

En la entrada se encuentra "Puppy": un perro gigante (12 metros) hecho de flores que me pareció simpatiquísimo. Al parecer es obra de Jeff Koon. Allí es donde aprovechamos para hacer las fotos artísticas: "A ver, sí, un poco más a la izquierda, sube un poco más la mano... ¡Perfecto! Ya estás acariciando al perrito!".
En cuanto a la ría, desde el Museo hay un paseo amplio y lleno de árboles que lleva hasta la zona antigua. Es bastante agradable y, la verdad, sentí envidia por los que vivan allí. ¡¡Así da gusto pasear!! El paseo está plagado de edificios y puentes modernos que contrastan con algunos palacetes antiguos que, milagrosamente, parece que han sobrevivido a la remodelación urbanística.




En definitiva, que ahora que escribo esto, me doy aún más cuenta de que me quedan muchísimas cosas por ver allí, pero aún así me alegro de haber decidido pasar al menos unas horas y poder recordar ahora, mientras veo cómo anochece desde el salón de casa, ese rato tan maravilloso que vivimos en Bilbao.